En
los últimos meses venimos asistiendo en el escenario nacional a un
reacomodamiento de sectores sociales, políticos y sindicales aglutinados
en torno a la proyección de una alternativa conservadora frente al
“populismo” kirchnerista. En este contexto se han desarrollado algunas
manifestaciones y cacerolazos protagonizados fundamentalmente por
sectores medios y altos. Aunque no podemos, como hace el Gobierno,
caracterizar en bloque e indiscriminadamente a todos los manifestantes
como golpistas o fascistas, es clara la orientación antipopular y
reaccionaria de estas expresiones.
Las
cacerolas que estos días salen a la calle poco que ver tienen con aquellas de
2001. Bajo la consigna “piquete
y cacerola, la lucha es una sola”,
las cacerolas expresaron en aquel tiempo el hastío ante el modelo neoliberal y
el reclamo de medidas populares. Hoy, por el contrario, se concentran en
criticar por derecha al Gobierno, cuestionando programas sociales o los
intentos de mayor regulación estatal de ciertas áreas del mercado. Así, en base
a rechazar los intentos de re-reelección o los visibles casos de corrupción, se
esconde un programa económico y social aún más regresivo para las mayorías
populares que el kirchnerismo. Por ello, no es de extrañar que estas cacerolas
critiquen a procesos políticos de la región - como Cuba o Venezuela - que, con
sus limitaciones, buscan responder a reivindicaciones populares y conformarse
como una alternativa al imperialismo y al neoliberalismo. Expresión de
todo esto es la organización del cacerolazo espontáneo
del 8N, al cual
repudiamos en tanto maniobra derechista y pro-imperialista. Más allá de las
diferentes posibles consideraciones sobre el proceso bolivariano, es evidente
que la victoria del presidente Hugo Chávez en las elecciones venezolanas hizo
que se le salte la cadena a los reaccionarios de todas las latitudes. Así lo
expresó, por ejemplo, el apoyo directo de Macri y el grupo Clarín al opositor
Capriles y su posterior frustración.